Hace años, paseando por Oporto, me encontré que su palacio de justicia lo presidía una imponente estatua de la diosa Themis, representación de la Justicia, pero con la particularidad que ésta no tenía la venda en los ojos, esta justicia no era ciega. Aquello me impactó, y me hizo pensar que realmente se trataba de un “aviso a navegantes”. Y es que la máxima “justicia ciega” garantiza imparcialidad, sí, pero no puede erigirse en dogma absoluto, y mucho menos en el momento que nos encontramos, con los desafíos que se nos presentan, y la necesidad constante de cambiar y adecuar nuestras leyes, a la realidad de la situación de la sociedad.
Es cierto que el Derecho exige, no solo igualdad formal, sino también igualdad material, lo que demanda considerar el contexto y las asimetrías reales entre las partes. La adjudicación contemporánea se fundamenta en la ponderación y en el principio de proporcionalidad, que obligan a calibrar la intensidad de la intervención jurídica según la gravedad del derecho comprometido y el impacto de la decisión. La tutela judicial efectiva (articulada mediante debido proceso, motivación reforzada y prueba suficiente) impone resolver con neutralidad, efectivamente, pero también con atención a la vulnerabilidad, la discriminación estructural y las particularidades del caso. Una justicia que “ve” no abdica de su objetividad; la perfecciona, al integrar criterios de razonabilidad, equidad, corrección sustantiva y sobre todo adaptación a la realidad social y a los cambios que son precisos para que realmente la solución sea justa. Solo así el fallo deja de ser formalmente igual para convertirse en materialmente justo.
María José Esteban López.